¡Hijo de David, ten compasión de mí!

En algunas ocasiones, nos hemos sentido igual que el ciego de Jericó que se menciona en los evangelios. Nos encontramos igual, a la orilla del camino de nuestra vida pidiendo una limosna de amor. Hemos experimentado, en algún momento, una indigencia existencial que nos lleva a gritar u orar al Señor pidiendo auxilio.

La ceguera física puede representar o ser imagen de la ceguera espiritual. Los ojos espirituales no pueden ver el amor de Dios y eso nos sume en una profunda oscuridad o tristeza. Una vida sin Dios es vivir en tinieblas. Por eso debemos gritarle a aquel que puede salvarnos. Ese es Jesucristo, nuestro salvador.

Tengamos la seguridad de que si oramos con fe, nuestro amado Jesús escuchará nuestra oración y nos dará lo que necesitamos. Nada es imposible para él. ¡Ánimo!

Leer:

Texto del Evangelio (Lc 18,35-43): En aquel tiempo, sucedió que, al acercarse Jesús a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna; al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello. Le informaron que pasaba Jesús el Nazareno y empezó a gritar, diciendo: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante le increpaban para que se callara, pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?». Él dijo: «¡Señor, que vea!». Jesús le dijo: «Ve. Tu fe te ha salvado». Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios.

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