Como decimos los dominicanos: “no hay cosa ma’ grande que cuando uno tiene hambre”. Alimentarse es fundamental para sobrevivir. Nuestro bienestar físico y mental depende de que comamos bien. Muchas de las enfermedades que padecemos provienen entre otras causas de una mala alimentación. ¿Qué tiene que ver esto con el evangelio?
Jesús está predicando a mucha gente. Parece que era su costumbre “darle una ayudadita” para la comida. Eran demasiados. El Señor resuelve el problema y aprovecha para dar su correspondiente catequesis.
Nadie duda de que el hijo de Dios tiene poder para multiplicar panes y peces. Es un hombre hacedor de milagros y tiene medio acostumbrados a sus discípulos a eso. Lo mas interesante del evangelio es que utiliza el momento para dar una de las enseñanzas más importantes: Jesús no ha venido a resolver problemas de la tierra.
¡Imagínense! Un líder que puede dar de comer a todos y todas. ¡Lo querían hacer presidente pa’ de una ve’! Así cualquiera… Esa no es la idea.
El Señor ha venido a dar un alimento que viene de lo alto y sacia la peor de las “hambrunas” que es el hambre de Dios. Él sabe muy bien que no vino para dar la “fundita de comida” acostumbrada que dan los líderes políticos de nuestro tiempo. El vino a dar un alimento que sacia el corazón y este es el AMOR de DIOS.
Lo que necesitas hoy es que te den amor y Dios es el único que te puede dar el amor que sacia verdaderamente. Cuando “comas” de este amor quedarás saciado y al sobrarte podrás dar amor y perdón a tu esposo o esposa, a tus hermanos o hermanas, a tu compañero de trabajo, vecino o amigo.
Hermanos y hermanas, aliméntate hoy del AMOR DE DIOS. Vivamos la Eucaristía comulgando el amor y la misericordia de Dios en forma de pan y vino. Jesús es el único que sacia profundamente y te permite experimentar la Vida Eterna aquí en la tierra.
Leer:
Texto del Evangelio (Jn 6,1-15):En aquel tiempo, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia Él mucha gente, dice a Felipe: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?». Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».
Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente». Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda». Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo». Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo.