Desde siempre para el ser humano ha sido difícil conocerse a sí mismo. Las filosofías, ideologías y religiones intentan dar respuesta a esta problemática mediante diferentes métodos. El principio de felicidad depende de que podamos conocernos y vivir plenamente.
Diógenes, filósofo antiguo, recorría las ciudades en pleno día con lámpara en mano haciendo la siguiente afirmación: “busco un hombre”. Este acto simbólico significa que buscaba una persona que viviera en plenitud y tomara la vida en serio, en peso.
En el cristianismo hay una respuesta. Lo primero es reconocer que TODOS somos pecadores. La experiencia de la vida es que todos buscamos la felicidad y que muchas veces esta búsqueda no llega a su objetivo o no se logra fácilmente. Somos seres que vivimos buscando constantemente ser felices pero nos encontramos dificultades y situaciones que nos impiden esta meta existencial. Queremos vivir pero muchas veces es la muerte que sale a nuestro encuentro.
El que tiene mucho dinero quiere más. El que tiene esposa de 40 años quiere una de 20. El que tiene muchos hijos se lamenta de este hecho y el que no tiene… también. La vida nos da lo que en algunas ocasiones nos hace infeliz.
Jesús ilumina nuestra realidad. Lo primero es que todos somos pecadores. En el contexto de las escrituras significa que todos experimentamos la muerte del ser o somos infelices y estamos necesitados de amor. En otra palabras, todos necesitamos de perdón y sentido en nuestra vida. Descubrir esto es la BASE de todo el cristianismo.
Los fariseos juzgan a los demás pero no se dan cuenta que también ellos necesitan perdón. Al que mucho se le perdona mucho se le ama. El que conoce cuanto se le ha perdonado, quedará por siempre profundamente enamorado de la persona que le perdonó.
Queridos hermanos y hermanas. Hoy es el día de RECORDAR, hacer memoria y meditar el inmenso amor que Dios nos ha tenido perdonando nuestros pecados. Contemplemos su amor y desde este reconocimiento pleno de su gracia, amemos a los demás.
Leer:
Texto del Evangelio (Lc 7,36-50): En aquel tiempo, un fariseo rogó a Jesús que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de Jesús, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume.
Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora». Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Di, maestro». «Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?». Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más». Él le dijo: «Has juzgado bien», y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra».
Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?». Pero Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz».