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Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz

Jesús, como buen judío, cumplió fielmente la ley del Señor. Esto lo aprendió de sus padres aquí en la tierra. Ellos, como dictan las prescripciones dadas al pueblo de Dios, presentaron a Jesús en el templo. Este hecho se convirtió en uno de gran trascendencia.

Contemplar la palabra de Dios cumplida de nuestra vida es una de las más hermosas visiones. Es un hecho de altísimo valor. Es lo que le pasó a Simeón y por eso su expresión de que ya estaba listo para morir.

Nosotros hoy también somos invitados a contemplar la palabra de Dios cumplida en nuestra vida. Dios nos ha dado familia, trabajo, momentos de alegría y también momentos de prueba que nos demuestran su amor y presencia. 

Hoy es un día propicio para hacer como Simeón: contemplar al Salvador presente en nuestra vida de día a día.

Leer:

Texto del Evangelio (Lc 2,22-40): Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. 
Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. 
Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones». 
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.

Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo

Hoy empezamos el día con una maravillosa palabra del Señor. Nuestra vida ha tendido un antes y después de conocer a Jesús. Es bueno recordar el antes para saber valorar el después.

Cuando estábamos fuera de la gracia del Señor nuestra vida era como alguien que camina entre los muertos. La vida no tenía sentido. Estábamos encadenados a nuestras pasiones y pecados. Vivíamos en la oscuridad.

El encuentro personal con Jesús nos hace cambiar radicalmente. Empezamos a vivir una vida de salud física y mental. El Señor rompe las cadenas de nuestras esclavitudes y nos hace ser libres. ¿Qué debemos hacer?

Pues empezemos con dar testimonio todos los días de la obra de misericordia que el Señor hizo con nosotros. Somos testigos del amor de Dios. No nos cansemos de hablar de las maravillas que ha hecho en nuestra vida.

Leer:

Texto del Evangelio (Mc 5,1-20): En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron al otro lado del mar, a la región de los gerasenos. Apenas saltó de la barca, vino a su encuentro, de entre los sepulcros, un hombre con espíritu inmundo que moraba en los sepulcros y a quien nadie podía ya tenerle atado ni siquiera con cadenas, pues muchas veces le habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarle. Y siempre, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, corrió y se postró ante Él y gritó con gran voz: «¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes». Es que Él le había dicho: «Espíritu inmundo, sal de este hombre». Y le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?». Le contesta: «Mi nombre es Legión, porque somos muchos». Y le suplicaba con insistencia que no los echara fuera de la región. 
Había allí una gran piara de puercos que pacían al pie del monte; y le suplicaron: «Envíanos a los puercos para que entremos en ellos». Y se lo permitió. Entonces los espíritus inmundos salieron y entraron en los puercos, y la piara -unos dos mil- se arrojó al mar de lo alto del precipicio y se fueron ahogando en el mar. Los porqueros huyeron y lo contaron por la ciudad y por las aldeas; y salió la gente a ver qué era lo que había ocurrido. Llegan donde Jesús y ven al endemoniado, al que había tenido la Legión, sentado, vestido y en su sano juicio, y se llenaron de temor. Los que lo habían visto les contaron lo ocurrido al endemoniado y lo de los puercos. Entonces comenzaron a rogarle que se alejara de su término. 
Y al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía estar con Él. Pero no se lo concedió, sino que le dijo: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido compasión de ti». Él se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho con él, y todos quedaban maravillados.