El que tenga oídos, que oiga

Cuando imparto una charla, catequesis o conferencia, me doy cuenta con relativa facilidad con que actitud me escuchan las personas. En sus ojos, la disposición de su cuerpo o la cantidad de bostezos, puedo “adivinar” si lo que digo les interesa o no.

Jesús hablaba en parábolas. ¿Por qué? Porque al hablar con esta forma muy particular de predicar quedaban en evidencia las intenciones de los que le escuchaban. Para entender una parábola no sólo bastaba con escuchar como quien oye una noticia o canción. Era importante tener “el oído abierto” que significa querer realmente escuchar. Tener la apertura de corazón para que lo que predicaba Jesús se cumpliera en la vida de quién escucha. “El que tenga oídos para oír” significa que el que quiere oír verdaderamente, podrá entender lo que quiere decirle Jesús.

La razón por la que muchas veces no entendemos porque Dios permite ciertas cosas en nuestra vida es precisamente porque no tenemos la actitud de entenderlo, estamos molestos con Dios, no queremos entrar en su voluntad, simplemente no aceptamos la palabra de Dios en ese hecho concreto.

Es común que alguien piense que es complicar la cuestión pero la intención de nuestro Señor no es esa. El quiere que escuchemos deseando oír, deseando que esa palabra proclamada se cumpla en nuestras vidas. El quiere que seamos “tierra buena”, donde la semilla cae y da ¡fruto! Que tengamos nuestro corazón abierto a imagen de esa tierra buena donde la semilla de la palabra de Dios cae y produce el fruto de amor, paz y felicidad que Dios quiere para todos nosotros.

Leer:

Texto del Evangelio (Mt 13,1-9): En aquel tiempo, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a Él, que hubo de subir a sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en la ribera. Y les habló muchas cosas en parábolas. Decía: «Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga».

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