¡Señor, señor, ábrenos!

Existe una puerta que conduce al reino de los Cielos. Dicha puerta es Jesucristo, que nos hace entrar en la presencia del Padre, siempre y cuando estemos preparados. ¿Cómo podemos estarlo? Teniendo el Espíritu Santo.

Debemos cuidarnos de no estar en una situación de necedad. Esto quiere decir, que corremos el peligro espiritual de estar apegados, de manera desordenada, a las cosas de este mundo. Los cristianos estamos siempre despierto y en vela, sabiendo que el día menos pensado Dios se manifestará en su gloria y espera encontramos preparados. Para entrar al reino de los cielos debemos empezar a vivir desde ya en una total disponibilidad para cumplir la voluntad divina.

Seamos prudentes. Estemos siempre preparados. Lo que nos ofrece el Señor es lo más importante de nuestra vida. No desperdiciemos nuestra existencia en las cosas que no lo valen. ¡Ánimo!

Leer:

Texto del Evangelio (Mt 25,1-13): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: ‘¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!’. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan’. Pero las prudentes replicaron: ‘No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis’. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: ‘¡Señor, señor, ábrenos!’. Pero él respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco’. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».

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