Si somos sinceros con nosotros mismos tenemos que reconocer que amamos muy poco o mejor dicho, amamos a nuestra manera o de forma muy precaria.
El amor de Dios supera todo tipo de amor humano. Las personas aman siempre y cuando el objeto o sujeto de nuestro amor nos edifique o construya. Amamos a nuestra pareja, hijos, amigos, padres y demás personas siempre y cuando sean buenos con nosotros y nos correspondan el amor que le tenemos. La gran paradoja es que nadie puede amarnos en plenitud o de manera perfecta. Esto solo puede hacerlo Dios.
Es por eso que el centro o piedra angular de nuestra felicidad es amar a Dios con todos lo que tengamos y sabien que Él nos ama, dar a los demás de ese amor que Dios nos da. Esa es la perfecta felicidad. Lo demás es vanidad de vanidades.
Leer:
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: ‘Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a si mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.