Podríamos decir, en un lenguaje empresarial de nuestros días, que Jesús vende de una forma extraña lo que implica seguirle. Lo normal es que se hablen maravillas y la capacidad de solucionar todos los problemas de las personas que le sigan. No es así en el cristianismo. ¿Por qué? Precisamente porque el Señor siempre nos dice la verdad y sobre la misma construye nuestra felicidad.
Seguir a Jesús es una opción radical de vida y es en esta radicalidad donde se encuentra la felicidad más plena y eterna. Nuestra recompensa es saber que Dios lo es todo. Nuestro principio y fin. Amarle a Él con todo lo que tenemos es amar al mundo, a nuestra vida, a todos los seres humanos, nuestros cercanos y hasta a nuestros enemigos. Bendigamos a Dios por este don inmenso.
Leer:
Texto del Evangelio (Lc 14,25-33): En aquel tiempo, caminaba con Jesús mucha gente, y volviéndose les dijo: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
»Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar’. O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con diez mil puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío».