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Comieron todos y se saciaron

La gente anda, sobre todo en este tiempo de pandemia, inquieta y temerosa. El miedo al contagio invade el corazón de casi todos. ¿Quién podrá sacarnos de tanta incertidumbre? ¿Quién puede darnos la vida que no puede ser vencida por la muerte?

Jesús en su tiempo curó a muchos. Sus milagros eran signo de lo que realizaba o quería realizar en el corazón de cada uno de los que le seguían o escuchaban. Las manifestaciones de su poder divino tenían un único objetivo: suscitar la fe. La fe produce vida eterna. Es decir, el que cree en el Señor y acoge su palabra en el corazón experimenta el paso de la muerte a la vida.

Hoy también el Señor nos quiere dar el alimento de su palabra. Nos quiere dar panes y peces del cielo. Nos pide que comamos su cuerpo y bebamos su sangre en la eucaristía y que mediante la experiencia pascual salgamos del miedo y la desesperanza. Solo Él tiene palabras de vida eterna. Solo Él puede, mediante su amor, hacernos salir de nuestras inseguridades y permitir que quedemos saciados de su paz. ¡Ánimo!

Leer:

Texto del Evangelio (Mt 14,13-21): En aquel tiempo, cuando Jesús recibió la noticia de la muerte de Juan Bautista, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, salieron tras Él viniendo a pie de las ciudades. Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos.

Al atardecer se le acercaron los discípulos diciendo: «El lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada. Despide, pues, a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida». Mas Jesús les dijo: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer». Dícenle ellos: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces». Él dijo: «Traédmelos acá».

Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos. Y los que habían comido eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día

En el pueblo de Israel, en tiempos de Jesús, la hospitalidad era un mandato divino. Todo buen judío tenía la “obligación” de acoger al peregrino. Tenía el deber de compartir con él su pan. Comer el pan juntos era símbolo de comunión, de acogida y de amor. Se realizaba, de una forma muy concreta, el principal mandamiento de la ley: “amar al prójimo como a uno mismo”.

Lo mismo sucede con Jesús. Él nos da a comer un alimento que produce en nosotros vida eterna, felicidad plena. Nos da a comer, peregrinos en esta tierra, su propia carne, su misma esencia divina y su amor en la dimensión de la Cruz. ¡Qué maravilla! Podemos hacernos una misma cosa con el Señor.

En los primeros siglos del cristiano, los Padres de la Iglesia llamaban teóforos (portadores de Dios) a los cristianos que salían de celebrar la Eucaristía. En su interior llevaban al mismísimo Señor. Hoy, por temas de coronavirus, no podemos comulgar físicamente pero la comunión espiritual la podemos hacer todos los días. ¡No te desanimes! ¡Hoy también puedes hacerte uno en el Señor! Comamos un alimento bueno, la mismísima carne y sangre de nuestro amado Jesús.

Leer:

Texto del Evangelio (Jn 6,52-59): En aquel tiempo, los judíos se pusieron a discutir entre sí y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre». Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.

Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna

¡Cuanto afán! Todos los días nos levantamos con la tensión de salir a la calle a buscar “el peso”. Con razón dicen que los lunes, según las estadísticas, es el día de mayores suicidios de la semana. Se inicia, muchas veces, sin ganas y con el pesar de saber que “hay que buscar el pan con el sudor de su frente”. Este mundo supone muchos desencantos, decepciones y traiciones. ¿Qué nos dice Jesús al respecto?

Busquemos las cosas de arriba, jamás las de la tierra. Acerquémonos al Señor buscando tener un encuentro personal con Él. Tengamos la seguridad de que Jesús está siempre presente en nuestra vida y quiere que seamos felices, que tengamos vida eterna!

No busquemos el pan de esta tierra. Hoy es un buen día para alimentarnos con lo que viene del cielo. Es nuestro Señor Jesús el pan que se nos ofrece hoy y siempre. ¡Ánimo!

Leer:

Texto del Evangelio (Jn 6,22-29): Después que Jesús hubo saciado a cinco mil hombres, sus discípulos le vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar, vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había montado en la barca con sus discípulos, sino que los discípulos se habían marchado solos. Pero llegaron barcas de Tiberíades cerca del lugar donde habían comido pan. Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús.

Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello». Ellos le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?». Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado».

¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?

El alimento que baja del cielo es Jesús que se entrega por nosotros y nos lleva a la vida eterna. Nos da un alimento que sacia definitivamente nuestro hambre de amor. El Señor se manifiesta con potencia dando a la gente lo que necesita: amor.

Muchos seguían a Jesús por sus milagros y en la esperanza de que le cambiara la vida, es decir, le sanara de alguna enfermedad o dolencia. Seguían a Jesús pero interiormente huían de la Cruz. La buena noticia es que en Jesús podemos calmar nuestra hambre y sed de justicia, amor y perdón.

¡Ánimo! El Cristo se nos abre un abanico de gracias y dones. Dios nos provee un alimento, el cuerpo y sangre de su hijo, que muere y da la vida para que nosotros podamos tener vida en Él.

Leer:

Texto del Evangelio (Jn 6,1-15): En aquel tiempo, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia Él mucha gente, dice a Felipe: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?». Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».

Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente». Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda». Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo». Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo.

Venid y comed

El Señor se manifestó muchas veces a los discípulos, luego de morir y resucitar de entre los muertos. ¿Cuál era el propósito de estas momentos de encuentro con sus discípulos? Dar paz, tranquilidad y participación en la gloria de Dios. Jesús se hace presente en la vida cotidiana de sus discípulos.

Cuando el Señor se les aparece les cambia, les transforma, les resucita. Con la fuerza de la resurrección les hace ponerse el vestido de fiesta, salir de sus preocupaciones diarias y entrar en el banquete.

Si queremos experimentar el cielo, es importante hacer este encuentro personal con Jesús. Es hablar con Él y sentarse a la mesa de la eucaristía. ¡Ánimo! Resucitó y quiere que resucitemos con Él.

Leer:

Texto del Evangelio (Jn 21,1-14): En aquel tiempo, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: «Voy a pescar». Le contestan ellos: «También nosotros vamos contigo». Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.

Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?». Le contestaron: «No». Él les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor». Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se puso el vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos.

Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar». Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Venid y comed». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?», sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido

En las escrituras hay muchos nombres de hombres y mujeres que han sido elegidos por Dios para distintos propósitos y misiones. En la Biblia hay miles de nombres de personajes que nos ayudan a entender la misteriosa elección de Dios. Uno de ellos se llama Zaqueo. ¿Quién era este personaje?

Zaqueo era un hombre de pequeña estatura, símbolo de los posibles complejos que tenía. También era publicano y rico, símbolo de que ponía su confianza en el dinero y era odiado por los de su pueblo ya que como publicano cobraba los impuestos injustamente a nombre del imperio romano. En fin, Zaqueo es imagen de todos los pecadores que sufren las consecuencias de sus equivocaciones. En medio de esa soledad y sufrimiento hace experiencia del amor de Dios.

Jesús es uno que se le aparece al que siente que nadie le quiere y está sumido en el pecado. El Señor ha venido a salvar y perdonar. ¡Esa es la buena noticia! Nosotros, como Zaqueo, podemos tener acceso a la misericordia de Dios manifestada en Jesús. ¿Te sientes solo? ¿Sientes que nadie te quiere? ¿Has pecado gravemente y no puedes ni perdonarte a ti mismo? ¡Ánimo! El Señor viene hoy a tu corazón a salvarte, perdonarte y transformar tu vida.

Leer:

Texto del Evangelio (Lc 19,1-10): En aquel tiempo, habiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con alegría.

Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador». Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».

Misericordia quiero y no sacrificio

En el monte Sinaí, Dios entregó a su pueblo Israel unas tablas de piedra donde estaba la ley, las Diez Palabras de vida que les mostraba el camino de la vida eterna. El pueblo debía cumplir estos mandamientos si querían ser felices. ¿Qué pasó? Que Israel se dio cuenta que siempre incumplía la ley. La Torah o ley le mostraba al pueblo sus debilidades y flaquezas pero no les daba la gracia, por si sola, de salir de ellas. En este sentido la ley brindaba un servicio de iluminación de los pecados del pueblo.

Es por eso que Dios envía a Jesús. En nuestro Señor Jesucristo podemos cumplir la ley. Él nos da su Espíritu Santo para que podamos transformar nuestro corazón y ser liberados de la esclavitud del pecado. De tal manera, que para que está ley sea cumplida y se realice debe ser inscrita en lo profundo de nuestro corazón.

¡Ánimo! La misericordia de Dios lo perdona todo, la ley nos ayuda a ver nuestra realidad y en la nueva ley dada por Jesús podemos hacer lo que humanamente no podemos: amar a nuestros enemigos. Dios nos envía a ser verdaderos cumplidores de la ley que es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas y al prójimo como a nosotros mismos. Has esto y tendrás vida eterna.

Leer:

Texto del Evangelio (Mt 12,1-8): En aquel tiempo, Jesús cruzaba por los sembrados un sábado. Y sus discípulos sintieron hambre y se pusieron a arrancar espigas y a comerlas. Al verlo los fariseos, le dijeron: «Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado». Pero Él les dijo: «¿No habéis leído lo que hizo David cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la Presencia, que no le era lícito comer a él, ni a sus compañeros, sino sólo a los sacerdotes? ¿Tampoco habéis leído en la Ley que en día de sábado los sacerdotes, en el Templo, quebrantan el sábado sin incurrir en culpa? Pues yo os digo que hay aquí algo mayor que el Templo. Si hubieseis comprendido lo que significa aquello de: ‘Misericordia quiero y no sacrificio’, no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado».

El que coma este pan vivirá para siempre

Las escrituras hablan de que Dios no nos ha creado para morir sino para vivir. Es por eso que vino Jesús al mundo, para salvarnos de la muerte y resucitarnos para una vida eterna. 

El pan que baja del cielo es Jesucristo que se entrega por nosotros. El amor es entregarse, donarse, servir y amar al prójimo. Es perdonar siempre. Inclusive, el Señor nos enseñó a amar a nuestros enemigos sabiendo con eso que se construye un mundo de paz y bendición.

Hoy es el día de hacernos una misma cosa con Jesús. Participar de su naturaleza. Ser verdaderos hijos de Dios.

Leer:

Texto del Evangelio (Jn 6,52-59): En aquel tiempo, los judíos se pusieron a discutir entre sí y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre». Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.

Venid y comed

En estos días hemos estado leyendo y escuchando fragmentos de las escrituras que tratan sobre las apariciones de Jesús a sus apóstoles y discípulos luego de su resurrección. Pareciera como que los más importante es descubrir que Jesús no está muerto, está vivo y quiere encontrarse con nosotros. ¿Cómo podemos hacer experiencia personal de la resurrección del Señor?

Ciertamente, en el corazón de alguien que busca con humildad y sinceridad puede darse dicho encuentro. Más sin embargo, necesitamos ayudas y medios eficaces. El mayor de ellos es el sacramento de la eucaristía. 

En este tiempo el Señor sale a nuestro encuentro y nos invita a comer con Él. En la fracción del pan, en el ágape, en el amor entre los hermanos está la vida plena y el experimentar profundamente su victoria sobre nuestras muertes.

Leer:

Texto del Evangelio (Jn 21,1-14): En aquel tiempo, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: «Voy a pescar». Le contestan ellos: «También nosotros vamos contigo». Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. 
Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?». Le contestaron: «No». Él les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor». Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se puso el vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. 
Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar». Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Venid y comed». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?», sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

Esta misma noche te reclamarán el alma

Uno de los errores que todos hemos cometido es vivir como si la muertr no existiera. Pasamos la vida sin pensar o hacer conciencia que un día moriremos. Buscamos darnos placer en todo pero a ninguno se nos ocurre vivir plenamente preparando una muerte buena.

El cristianismo siempre ha dado respuesta a esta problemática. Las personas se pelean, asesinan, traicionan y son capaces de diez mil diabluras con tal de conseguir dinero y fama. Piensan que nunca morirán. En el momento que llega la hora se dan cuenta que han sido necios.

Dios nos llama a atesorar riquezas en el cielo que significa que nuestro proyecto de felicidad no puede sustentarse sobre la base del amor desordenado del dinero. Nuestra felicidad radica en un vida llena de amor y bendición con nosotros mismo y con nuestro prójimo.

Vivamos poniendo nuestros bienes al servicio de lo demás. Disfrutemos lo que Dios nos da cada día. Seamos felices de la forma correcta que es la manera en que Dios quiere que vivamos.

Leer:

Texto del Evangelio (Lc 12,13-21): En aquel tiempo, uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo». Él le respondió: «¡Hombre! ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes».
Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ‘¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?’. Y dijo: ‘Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’. Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios».